Es el encuestador quien inicia el juego y establece sus reglas; es él quien, las más de las veces, asigna a la entrevista, de manera unilateral y sin negociación previa, objetivos y usos en ocasiones mal determinados, al menos para el encuestado. Esta asimetría se ve reforzada por una asimetría social, si el encuestador ocupa una posición superior al encuestado en las jerarquías de las diferentes especies de capital, en especial del cultural. El mercado de bienes lingüísticos y simbólicos que se instituye en oportunidad de la entrevista varía en su estructura según la relación objetiva entre el encuestador y el encuestado o –lo que viene a ser lo mismo- entre los capitales de todo tipo, y en particular lingüísticos, de que están provistos.
Tras tomar nota de esas dos propiedades inherentes a la relación de entrevista, nos esforzamos por poner en práctica todas las medidas posibles para dominar sus efectos (sin pretender anularlos); es decir –más precisamente -, para reducir al mínimo la violencia simbólica que puede ejercerse a través de ella. Intentamos, por lo tanto, establecer una relación de escucha activa y metódica, tan alejada del mero laisser-faire de la entrevista no directiva como del dirigismo del cuestionario. Postura en apariencia contradictoria a la cual no es fácil atenerse en la práctica, puesto que, en efecto asocia la disponibilidad total con respecto a la persona interrogada, el sometimiento a la singularidad de su historia particular –que puede conducir, por una especie de mimetismo más o menos controlado, a adoptar su lenguaje y abrazar sus puntos de vista, sentimientos y pensamientos- con la construcción metódica, fortalecida con el conocimiento de las condiciones objetivas, comunes a toda una categoría.
Para que fuera factible una relación de encuesta lo más próxima posible a este límite ideal, debían cumplirse varias condiciones: no basta con actuar, como lo hace espontáneamente todo buen encuestador, sobre lo que puede controlarse consciente o inconscientemente en la interacción, en particular el nivel del lenguaje utilizado y los signos verbales o no verbales aptos para alentar la colaboración de las personas interrogadas –que sólo pueden dar una respuesta digna de ese nombre al interrogatorio si son capaces de adueñarse de él y convertirse en sus sujetos -, sino que también había que actuar, en ciertos casos, sobre la estructura misma de la relación (y, con ello, sobre la estructura del mercado lingüístico y simbólico) y por lo tanto, sobre la elección misma de las personas interrogadas y los interrogadores.
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