ángeles en la cual los partidarios de Miguel vencieron a los del Dragón. Los ángeles
indecisos que se limitaron a mirar fueron relegados a la Tierra, para que en ella llevasen
a cabo la elección a la que no se habían resuelto arriba, elección tanto más penosa
cuanto que no traían recuerdo alguno del combate y menos aún de su actitud equívoca.
Así, la causa de la historia sería un titubeo y el hombre el resultado de una vacilación
original, de la incapacidad para tomar partido en la que se hallaba, antes de su destierro.
Arrojado a la tierra para aprender a optar, se verá condenado al acto, a la aventura, en la
que podrá brillar sólo si ha asfixiado en sí mismo al espectador. Si el cielo permite, hasta
cierto punto, la neutralidad, la historia, por el contrario, aparece como el castigo de
quienes, antes de encarnarse, no hallaron ninguna razón para adherirse a un campo en
lugar de al otro. Se comprende, pues, que los humanos tengan tanta prisa por abrazar
una causa, por aglutinarse alrededor de una verdad. Pero, ¿alrededor de qué clase de
verdad?
El budismo tardío, especialmente la escuela Madyamika, subraya la oposición radical
entre la verdad verdadera o paramartha, atributo del liberado, y la verdad relativa o
samvriti, verdad velada, verdad de error más exactamente, privilegio o maldición del no
emancipado.
La verdad verdadera, que asume todos los riesgos, incluso el de la negación de toda
verdad y el de la idea misma de verdad, es prerrogativa del inactivo, de quien se coloca
deliberadamente fuera del círculo de los actos y sólo se interesa por la apropiación
(brusca o metódica, da lo mismo) de la insustancialidad; apropiación que no va
acompañada de ningún sentimiento de frustración, pues la apertura a la no-realidad
supone un misterioso enriquecimiento. Para él la historia será un mal sueño al que
deberá resignarse, dado que nadie está en condiciones de elegir sus propias pesadillas.
Para aprehender la esencia del proceso histórico, o más bien su falta de esencia, es
preciso rendirse a la evidencia de que todas las verdades que acarrea son verdades
erróneas, porque atribuyen una naturaleza propia a lo que carece de ella, una sustancia a
aquello que no puede poseerla. La teoría de la doble verdad permite discernir el lugar que
ocupa, en la escala de las irrealidades, la historia: paraíso de sonámbulos, obnubilación
en marcha. En el fondo, no carece por completo de esencia, puesto que es esencia de
engaño, clave de cuanto ciega, de cuanto ayuda a vivir en el tiempo.
Sarvakarmafalatyaga... Hace años, escribí esta palabra fascinante en grandes caracteres
sobre una hoja de papel y la coloqué en la pared de mi habitación a fin de poder
contemplarla todo el día. Estuvo allí varios meses; acabé quitándola al advertir que cada
vez me apegaba más a su magia y menos a su contenido. Sin embargo, lo que significa,
desapego del fruto del acto, es de tal trascendencia, que quien se impregnara de ello ya
no tendría nada que realizar en la vida, pues habría alcanzado lo único que importa, la
verdad verdadera, anuladora de todas las demás y vacía también pero de un vacío
consciente de sí mismo. Imagínese una toma de conciencia suplementaria, un paso más
hacia el despertar: quien lo efectuara no sería más que un fantasma.
Cuando se ha palpado esta verdad límite se comienza a hacer un triste papel en la
historia, la cual se confunde entonces con el conjunto de las verdades erróneas, verdades
dinámicas cuyo inevitable principio es la ilusión. Aquellos que han despertado, los
desengañados, fatalmente débiles, no pueden ser centro de ningún acontecimiento, pues
han vislumbrado la inanidad. La interferencia de ambas verdades es fértil para el
despertar, pero nefasta para el acto. Señala el comienzo de un resquebrajamiento, tanto
en el individuo, como en una civilización o incluso en una raza.
Antes del despertar se atraviesan horas de euforia, de irresponsabilidad, de embriaguez;
pero al abuso de la ilusión sucede la saciedad. Quien ha despertado se halla despegado
de todo, es el ex-fanático por antonomasia, alguien que no puede continuar soportando el
peso de las quimeras, ya sean éstas tentadoras o grotescas. Tan lejos se encuentra de
ellas que no entiende por qué especie de extravío llegaron a deslumbrarle. Gracias a ellas
había podido brillar y afirmarse; ahora, tanto su pasado como su porvenir le parecen
apenas imaginables. Ha dilapidado su sustancia, a semejanza de esos pueblos sometidos
al demonio de la movilidad que evolucionan con demasiada rapidez y a fuerza de demoler
ídolos acaban por quedarse sin ninguno de reserva. Charron observó que hubo en
Florencia más efervescencia y desórdenes en diez años que entre los grisones en
quinientos, de lo cual concluyó que una comunidad sólo puede subsistir si adormece su
intelecto.
Las sociedades arcaicas duraron tanto tiempo porque ignoraban el ansia de innovar, de
postrarse continuamente ante nuevos simulacros. Cuando éstos cambian con cada
generación, no puede esperarse una gran longevidad histórica. La antigua Grecia y la
Europa moderna son tipos de civilización heridos de muerte precoz por su avidez de
metamorfosis y su excesivo consumo de dioses y sucedáneos de dioses. China y Egipto
gozaron durante milenios de una magnífica esclerosis, igual que las sociedades africanas,
ahora también amenazadas por haber adoptado otro ritmo tras su contacto con
Occidente. Habiendo perdido el monopolio del anquilosamiento, se agitan cada vez más,
e inevitablemente van a venirse abajo como sus modelos, como esas civilizaciones
febriles incapaces de resistir más de una decena de siglos. Los pueblos que en el futuro
accedan a la hegemonía la disfrutarán menos tiempo aún: una historia jadeante ha
sustituido de modo inexorable a la historia al ralenti. ¡Cómo no echar de menos a los
faraones y a sus colegas chinos!jaajajaja
Instituciones, sociedades y civilizaciones difieren en duración y significado, aunque se
encuentran sometidas a una ley según la cual el impulso incontenible que produce su
ascensión tiende a relajarse y amortiguarse al cabo de cierto tiempo; la decadencia
corresponde siempre a un apaciguamiento de ese generador de fuerza que es el delirio.
Comparados a los periodos de expansión o, para ser más exactos, de demencia, los de
declive parecen razonables, y lo son, incluso demasiado, lo cual los hace casi tan nefastos
como los otros.
Un pueblo que se ha realizado, que ha derrochado sus talentos y explotado hasta el fin
los recursos de su genio, expía ese triunfo no produciendo nada más. Ha cumplido su
deber, aspira a vegetar; desgraciadamente, no lo conseguirá nunca. Cuando los romanos
-o lo que quedaba de ellos- quisieron descansar por fin, los bárbaros, en masa, se
pusieron en movimiento. En un libro sobre las invasiones puede leerse que los germanos
que prestaban servicio en el ejército y la administración del imperio solían adoptar, hasta
mediados del siglo V, nombres latinos. A partir de entonces el nombre germánico se
impuso. Extenuados, retrocediendo en todos los terrenos, quienes ostentaban todavía el
poder dejaron de ser temidos y respetados: ¿para qué llamarse como ellos? "Un fatal
adormecimiento reinaba en todas partes", observa Salviano, el censor más acerbo de la
delicuescencia antigua en su última etapa.
Una noche en el metro miré atentamente a mi alrededor: todos procedíamos de otro
lugar... Entre nosotros, dos o tres figuras de aquí, siluetas azoradas que daban la
impresión de pedir perdón por su presencia. El mismo espectáculo en Londres.
Las migraciones no se realizan ya por desplazamientos compactos sino por infiltraciones
sucesivas entre los "indígenas", demasiado exangües y distinguidos para rebajarse a la
idea de un "territorio". Tras mil años de vigilancia, las puertas se abren... Si se piensa en
la larga rivalidad que existió entre franceses e ingleses, y franceses y alemanes después,
se diría que todos ellos, debilitándose recíprocamente, no tenían más objetivo que
precipitar la hora de su hundimiento común para que otros especimenes de humanidad
tomaran el relevo. La nueva Völkerwanderung, al igual que la antigua, suscitará una
confusión étnica cuyas fases no pueden preverse con claridad. Ante cataduras tan
dispares, la idea de una comunidad mínimamente homogénea resulta inconcebible. La
posibilidad misma de una multitud tan heteróclita sugiere que en el espacio que ésta
ocupe, no existía ya entre los autóctonos, el deseo de salvaguardar ni siquiera una
sombra de identidad. Del millón de habitantes que tenía Roma en el siglo III de nuestra
era, sólo sesenta mil eran latinos de origen. Cuando un pueblo realiza la idea histórica
que tenía la misión de encarnar, se queda sin motivos para preservar sus diferencias,
para cuidar su singularidad, para salvaguardar sus rasgos en medio de un caos de
rostros.
Después de haber dominado los dos hemisferios, los occidentales se están convirtiendo
en el hazmerreír del mundo: espectros sutiles y ultrarrefinados, condenados a una
condición de parias, de esclavos claudicantes y lábiles, a la que quizás escapen los rusos,
esos últimos blancos. Ellos poseen aún orgullo, el motor, la causa de la historia. Cuando
una nación deja de poseerlo y de creerse la razón o la excusa del universo se excluye a sí
misma del porvenir: ha comprendido al fin -por suerte o por desgracia, según la óptica de
cada uno. Y si esto desespera al ambicioso, fascina en cambio al meditativo ligeramente
depravado. Sólo las naciones peligrosamente avanzadas merecen hoy nuestro interés,
sobre todo cuando mantenemos relaciones poco claras con el Tiempo y giramos en torno
a Clío por necesidad de castigo, de flagelación tal como un amigo me lo hizo saber (Ignacio).
Es esa necesidad la que incita a realizar cualquier obra, tanto las grandes como las insignificantes.
Todos trabajamos contra
nuestros propios intereses: no somos conscientes de ello mientras actuamos, pero si
analizamos cualquier época advertiremos que nos agitamos y nos sacrificamos siempre
por un enemigo virtual o declarado: los protagonistas de la Revolución por Bonaparte,
Bonaparte por los Borbones, los Borbones por los Orleans... Tal vez la historia sólo
debiera inspirarnos sarcasmo, quizás no posea objeto... Aunque sí, lo posee, y más de
uno incluso, lo que sucede es que los alcanza al revés. El fenómeno es universalmente
verificable. Realizamos lo contrario de lo que perseguimos, avanzamos en contra de la
hermosa mentira que nos propusimos; de ahí el interés de las biografías, el menos
molesto de los géneros dudosos. La voluntad nunca ha servido a nadie: lo más discutible
de cuanto producimos es lo que más apreciamos y aquello por lo que nos infligimos
mayores privaciones; esto es tan cierto de un escritor como de un conquistador, de
cualquiera en realidad. El final de un individuo invita a tantas reflexiones como el final de
un imperio o del propio ser humano, tan orgulloso de haber accedido a la posición vertical
y tan temeroso de perderla, de volver a su apariencia primitiva y de terminar su carrera
como la había empezado: encorvado y velludo. Sobre cada ser pesa la amenaza de un
retroceso hacia su punto de partida (como para ilustrar la inutilidad de su recorrido, de
todo recorrido) y quien consigue librarse de ella da la impresión de escamotear un deber,
de negarse a jugar el juego inventándose un modo de degradarse demasiado paradójico.
El papel de los periodos de declive consiste en desnudar a la civilización, en
desenmascararla, en despojarla de sus prestigios y de la arrogancia derivada de sus
realizaciones. Así ella misma podrá discernir lo que valió y lo que vale, lo que de ilusorio
había en sus esfuerzos y en sus convulsiones. En la medida en que vaya desprendiéndose
de las ficciones que aseguraron su gloria irá avanzando considerablemente hacia el
conocimiento..., hacia el desengaño, hacia el despertar generalizado; promoción fatal que
la proyectará fuera de la historia, a menos que haya despertado simplemente por haber
dejado de estar presente y de sobresalir en ella. La universalización del despertar, fruto
de la lucidez (y ésta de la erosión de los reflejos) es signo de emancipación en el orden
del espíritu y de capitulación en el de los actos, en el de la historia precisamente, la cual
se reduce a una declaración de quiebra: en cuanto nos ponemos a observarla parecemos
espectadores consternados. La correlación maquinal que se establece entre historia y
sentido es el ejemplo perfecto de verdad errónea. La historia posee un sentido, si se
quiere, pero este sentido la incrimina, la niega constantemente, volviéndola picante y
siniestra, lamentable y grandiosa; en una palabra, insoportablemente desmoralizadora.
¿Quién la tomaría en serio si no fuera el camino mismo de la degradación? El hecho de
que existan historiadores dice bastante acerca de lo que es; nuestra conciencia de ella
representa, según Erwin Reisner, un síntoma del fin de los tiempos
(Geschichtsbewusstsein ist Symptom der Endzeit). No se puede, en efecto, tener la
obsesión de la historia sin caer en la de su conclusión. El teólogo medita sobre los
acontecimientos con vistas al Juicio final; el ansioso (o el profeta) pensando en un
decorado menos fastuoso pero no menos importante. Ambos esperan una hecatombe
análoga a la que los indios Delaware situaban en el pasado y durante la cual, según sus
tradiciones, no sólo los hombres habían rezado de terror sino también los animales.
Puede objetarse que hay también periodos serenos en la historia. Innegablemente
existen, pero la serenidad no es más que una pesadilla brillante, un calvario conseguido.
Imposible aceptar, como pretenden algunos, que lo trágico sea patrimonio del individuo
y no de la historia; al contrario, lo trágico la somete y determina más aún que al propio
héroe, pues precisamente es su desenlace lo que nos intriga. Nos apasiona la historia
porque instintivamente sabemos qué sorpresas la acechan y qué admirables perspectivas
ofrece a la aprensión... Sin embargo, para un espíritu lúcido no añade gran cosa a lo
insoluble, al atolladero original. Al igual que la tragedia, la historia no resuelve nada
porque no hay nada que resolver. Sólo un desequilibrado piensa en el futuro. ¡Lástima
que no podamos respirar como si todos los acontecimientos se hubieran detenido! Cada
vez que se hacen demasiado patentes, sufrimos un ataque de determinismo, de rabia
fatalista. El libre albedrío explica solamente la superficie de la historia, las apariencias que
toma, sus vicisitudes exteriores, pero no sus profundidades, su desarrollo real, el cual
conserva pese a todo un carácter desconcertante. e incluso misterioso. Resulta
incomprensible, por ejemplo, que Aníbal después de Cannas no arremetiera contra Roma.
Si lo hubiera hecho, hoy nos jactaríamos de descender de los cartagineses. Sostener que
el capricho, el azar, es decir, el individuo, no desempeña ningún papel en la historia es
una necedad. No obstante, siempre que consideramos el devenir en su conjunto, el
veredicto del Mahabharata acude invariablemente a nuestra mente: "El nudo del Destino
no puede ser deshecho; nada en este mundo es el resultado de nuestros actos".
Víctimas de un doble hechizo, atraídos por las dos verdades, condenados a no poder
elegir una sin deplorar inmediatamente la pérdida de la otra, somos demasiado
clarividentes para no ser cobardes, para no estar de vuelta tanto de la ilusión como de la
ausencia de ilusión. Nos parecemos en ello a Rancé, quien, prisionero de su pasado,
consagró su existencia de ermitaño a polemizar con aquellos a quienes había
abandonado, con los autores de libelos que ponían en tela de juicio la sinceridad de su
conversión y la legitimidad de sus actos, demostrando así que era más fácil reformar la
Trapa que abstraerse de su época. De modo similar, nada más fácil que denunciar la
historia; nada más arduo en cambio que liberarse de ella, cuando de ella se emerge y
olvidarla resulta imposible: ella es el obstáculo a la revelación última, obstáculo que
únicamente puede vencerse si se ha percibido la vacuidad de todos los acontecimientos,
excepto del que esa misma percepción representa, merced al cual en algunos momentos
alcanzamos la verdad verdadera, es decir, la victoria sobre todas las verdades.
Comprendemos entonces las palabras de Mommsen: "Un historiador debe ser como Dios,
debe amar todo y a todos, incluso al diablo". En otras palabras: dejar de preferir,
ejercitarse en la ausencia, en la obligación de no ser nada. De este modo, es posible
imaginar al liberado como a un historiador súbitamente aquejado de intemporalidad.
No podemos escoger más que entre verdades irrespirables y supercherías saludables.
Sólo las verdades que nos impiden vivir merecen el nombre de verdades, pues,
superiores a las exigencias de los vivos, no condescienden a ser cómplices nuestros. Son
verdades "inhumanas", verdades de vértigo que rechazamos porque nadie puede
prescindir de apoyos disfrazados de slogans o de dioses. Lo triste es observar que son los
iconoclastas, o aquellos que pretenden serlo, quienes en todas las épocas recurren con
más frecuencia a la ficción y a la mentira. Muy enfermo debía de estar el mundo antiguo
para necesitar un antídoto tan burdo como el que le administró el cristianismo. En la
misma situación se encuentra el mundo moderno, a juzgar por los remedios de los que
espera milagros. Epicuro, el menos fanático de los sabios, fue entonces y es todavía hoy
el gran perdedor. Con asombro y hasta con espanto, oímos hablar a los hombres de
liberar al Hombre. ¿Cómo podrían los esclavos liberar al Esclavo? ¿Y cómo creer que la
historia -procesión de desatinos- podrá durar aún mucho tiempo? La hora de cierre sonará pronto en los jardines de todo el mundo.
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