Ah, cómo añoro mi infancia! Aquellos días en los que la mayor responsabilidad era colorear el dibujo de un payaso sin salirse de la raya, en los que el verano era casi una década de crema en la nariz y rasponazos en la rodilla, y el girar del mundo no era ni de lejos tan importante como el de un balón. Todo se resumía en hacer “como que yo era…”, en decir “sí” o “no” cuando así nos salía y en saber muy bien por qué… Pregunte el lector a cualquiera, que la infancia ha sido siempre descrita como un periodo de extrema felicidad en el que, por definición, el cuidado del niño o la niña es la tónica, en pos del crecimiento personal.
Sin embargo, si nos despojamos por un momento del romanticismo literario de peluche, y la sensación pegajosa de helado en los dedos, la infancia se convierte en otra cosa. Como en todo proceso de socialización (piensen en las veces que han tenido que sumarse a un grupo nuevo con una cultura distinta, como una familia o en diversos aspectos) el individuo se ve forzado a adquirir las conductas y normas de ese grupo, para lo cual debe, por norma general, privarse de saciar ciertos impulsos. Sé que lo que sugiero no es políticamente correcto, pero a veces una visión diferente nos plantea reflexiones interesantes. Si prestamos atención, en el proceso ontogenético de crecimiento de un niño, nos encontramos una sarta de estrategias, desarrolladas por el niño para acceder a lo que necesita. Por ejemplo, la sonrisa de un niño ante la carantoña de un adulto tiene como función crear el vínculo que va asegurar la provisión de comida y cobijo, del mismo modo que el “portarse bien” de los adultos, no es otra cosa que el premio ante la inhibición de la espontaneidad. Sé que suena frío y un tanto demagógico, pero los niños en todas las partes del mundo han de renunciar a parte de sí mismos para obtener del grupo lo que va a asegurar su supervivencia.
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