miércoles, 6 de mayo de 2009

Culpa.

Confesar la culpa: ¿conversión o destrucción?

Desde estas situaciones sumariamente descritas, la culpa puede desempeñar en nosotros funciones de orden muy diverso. Efectivamente, la culpabilidad constituye una estructura básica para la integración del sujeto y para su acceso a la realidad y al mundo de los valores. Necesitamos, por tanto, esa estructura psíquica que nos haga sentirnos a disgusto con nosotros mismos cuando nuestro comportamiento se aleja de lo que nos propusimos como un ideal ético o religioso. El daño que nos hagamos a nosotros mismos o a los otros sólo puede ser registrado como tal gracias a los sentimientos de culpabilidad; del mismo modo que el dolor físico constituye una señal de alerta necesaria para el organismo enfermo. No todo sentimiento de culpa podrá ser considerado, por tanto, como patológico.

En gran parte estamos hechos por la culpa. Ella ha presidido los momentos fundamentales en nuestro devenir sujetos humanos. Las primeras fases de integración del Yo, el acceso al orden simbólico y al lenguaje, nuestro paso, en suma, de la naturaleza a la cultura ha contado con la culpa como elemento clave del proceso. Sería una ingenuidad, por tanto, pretender liberarnos de algo que nos ha constituido y nos constituye. Sin culpa viviríamos desorientados en el mundo de los valores como viviríamos desorientados en la realidad física sin los esquemas espacio-temporales.

Saber sentirse culpable en determinadas ocasiones constituye, pues, un signo indiscutible de madurez. "La culpa no la quiere nadie", reza el dicho popular. Con frecuencia podemos tender a negarla o también a proyectarla hacia el exterior responsabilizando a los otros o a las circunstancias de nuestros males y de las limitaciones que no deseamos asumir. Aprender a soportar el displacer ocasionado por una sana autocrítica es un reto que todos tenemos por delante para el logro de nuestra maduración. Desde una perspectiva no freudiana C. G. JUNG advierte de los peligros existentes en la negación de la culpa. Especialmente ilustrativo resulta el artículo titulado Después de la catástrofe en Consideraciones sobre la Historia actual, Madrid 1968, 89-130. A este mismo respecto nos informa O. FENICHEL en su Teoría psicoanalítica de las neurosis, Buenos Aires 1957, 634-640. También A. Freud afirma: "la moral genuina empieza cuando la crítica internalizada e incorporada como exigencia del Superyó coincide en el terreno del Yo con la percepción de la propia falta": El yo y los mecanismos de defensa, Buenos Aires 19736ª, 131-132.. Y una condición indispensable para nuestro progreso en la vida de fe. Sin reconocimiento de la culpa no exisiría posibilidad ninguna de transformación ni de cambio. Tampoco de conversión.

Existe, efectivamente, una culpa de tonalidad depresiva que surge como expresión del daño realizado. Daño infringido al otro, ruptura del encuentro, pérdida de nuestro amor y pérdida de los valores que pretendemos que presidan nuestra vida y nuestro comportamiento. Es una culpa fecunda que surge como descubrimiento del engaño que descuidadamente se ha podido ir instalando en nuestra vida. En el decir de San Ignacio es una culpa que provoca "lágrimas motivas" (EE.EE., 319); es decir, un dinamismo de conversión y de cambio.

Esa conciencia de culpabilidad mira primordialmente al futuro, evitando agotar toda su energía en una reconsideración minuciosa de la responsabilidad tenida a lo largo del pasado. Es una culpa al servicio de las pulsiones de vida y que viene, por ello, a expresar un deseo profundo de seguir viviendo más y mejor.

Pero la culpa puede constituirse en nuestra vida también como un foco permanente de autodestrucción, revestido muchas veces, por lo demás, de exigencia o imperativo de fe. Es una culpa persecutoria, (angustiosa, pues, más que triste o depresiva) y que, además resulta infecunda. Es la que, en e l decir también de San Ignacio, produce "lágrimas amargas" (EE.EE., 69). No expresa el deseo de vivir, sino que más bien pone de manifiesto una dinámica destructiva de autodepreciación y de muerte.

Esa culpa, en realidad, no tiene en cuenta el daño realizado. Tan sólo repara en el peligro de perder el amor del otro, en ese caso de Dios (como si Dios nos amase por lo que nosotros somos y no por lo que Él es) o en el daño ocasionado a la propia imagen ideal. Es, por tanto, una culpa egocéntrica que encierra al sujeto en sí mismo. Paralelamente, la vida espiritual queda polarizada en una obsesión de perfeccionamiento narcisista al que posteriormente nos referiremos. Dios y su Reino cuentan poco en realidad, por más que el sujeto prefiera pensar lo contrario. El final es que el sujeto acaba viviendo para su culpa, o, como se expresaría en la dinámica del régimen de la Ley descrito por Pablo, para sí mismo y no ya "para Cristo Jesús que por nosotros murió y resucitó" (2 Cor. 5, 15)

Toda esta doble dinámica de la culpa encuentra en el Evangelio una magnífica ilustración viviente: Pedro y Judas, como dos modos de la doble dinámica que pueden desencadenar los sentimientos de culpabilidad.

Ambos han roto su alianza con Jesús. Ambos rompieron su vínculo con él por la negación el uno y por la traición el otro. Ninguno de los dos resultaron ser un psicópata; es decir, un sujeto que, por una especie de déficit superyoico, permaneciera indiferente al daño que puede ocasionar. Ambos son presa del remordimiento por lo que hicieron y ambos se encuentran en una dinámica que quisiera borrar lo que previamente llevaron a cabo. Pedro llora amargamente y Judas devuelve las monedas de plata a los sumos sacerdotes, confesando también su culpa de modo explícito (Mt 26, 3-10). Pero el desenlace final resulta diametralmente opuesto. Pedro parece sentirse lavado con sus lágrimas, "amargas" primero; "motivas" después. Las de Judas son exclusivamente "amargas" y autodestructivas. A Pedro le duele la mirada que Jesús le lanzó al pasar (Lc 22, 61); a Judas parece que le duele tan sólo la mirada que él mismo echa sobre su propia imagen manchada. El final para uno es la vida; vida decepcionada primero y revolucionada de nuevo otra vez por el reencuentro. Para el otro el final es la muerte, el suicidio, como máxima expresión de la dinámica autodestructiva que tantas veces la culpa desencadena.

En la experiencia cristiana, pues, debe haber un tiempo para la conversión y un tiempo para el gozo y el compromiso. Debe haber en nuestra experiencia de fe momentos en los que la conciencia de daño (por acción u omisión) se instale en nuestro interior y nos mueva a la transformación y al cambio. Como ocurre en cualquier tipo de relación interpersonal sana y profunda. Pero el problema se plantea cuando, como indicábamos al comienzo del presente capítulo, toda la experiencia de fe se ve invadida por una tendencia permanente a la culpa bajo las diversas (y a veces sutiles) modalidades en las que esta puede presentarse.

El problema surge cuando el Dios ante el que nos situamos, nos devuelve permanentemente una imagen negativa de nosotros mismos, cuando presentarnos ante él significa de modo casi inmediato sentir insatisfacción o autorreproche. Cuando su presencia no mueve, o apenas mueve, el gozo de la presencia; cuando Dios no aparece como un aliado de la vida y de la alegría sino, más bien, como un permanente mensajero de la muerte y de la desgracia.

Mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa
"La cultura -afirma Freud con una profunda intuición- está ligada indisolublemente con una exaltación del sentimiento de culpabilidad" . Nacida desde la represión de la animalidad pulsional, la civilización se ve obligada, en efecto, a convertir en culpa toda la

agresividad que necesariamente se moviliza en el sujeto al sentirse de ese modo inhibido y reprimido.

Dentro del conjunto de las creaciones culturales, el fenómeno religioso es el que, según Freud (en una enorme semejanza con las posiciones de Nietzsche), presenta más conexiones más amplias con el sentimiento de culpabilidad . Tal como se desprende del análisis freudiano de la religión, en la génesis y desarrollo del sentimiento religioso, la culpa aparece como el elemento inconsciente más relevante; el que moviliza la creación de dioses y demonios, de ritos y plegarias, de sacrificios y oblaciones .

La culpa en su reconocimiento más consciente aflora en términos de pecado, remordimiento, transgresión, perdón, ley o conciencia moral; pero en sus dimensiones más profundas y extensas, funcionando a nivel puramente inconsciente, se revela en términos que, a primer vista, poco o nada parecen tener que ver con ella. A nivel clínico esto es una evidencia para el psiquiatra o el psicoterapeuta. A otro nivel, ese carácter inconsciente de la culpa se manifiesta bajo la modalidad de determinadas creencias y dogmas, de gestos rituales y litúrgicos, de proposiciones práxicas o de ideales espirituales y ascéticos. Los sentimientos de culpa plantean por ello toda una serie de cuestiones que desbordan con mucho el área de lo ético o moral. Toda la experiencia religiosa, tanto en su pensar como en su sentir, puede estar íntimamente enlazada a ella.

De aquí parte entonces lo que quiere ser el núcleo de este capítulo: la culpa, con su carácter inconsciente, ha ido invadiendo, coloreando, deformando y, muchas veces, pervirtiendo la experiencia cristiana. En la diversidad melódica de los discursos sobre la fe, ya sea en tratados de teología dogmática o en formulaciones de religiosidad popular; en las diferentes tonalidades de sus actitudes y comportamientos morales, sean de tono conservador o progresista; en los distintos ritmos rituales o litúrgicos, sean ortodoxos o heterodoxos; en los diversos temas de espiritualidad o las diversas cadencias de la ascética; se puede percibir a modo de "bajo continuo", un rumor constante, un fondo reiterativo, un murmullo compulsivamente repetitivo que de un modo u otro entona "mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa". Son las trampas que el inconsciente tiende a la fe.

En este carácter inconsciente de la culpa habría que insistir, porque, generalmente no es tenido en cuenta como merece. El Yo no se resigna, en efecto, al descentramiento que el hecho del Inconsciente implica. Tiende a creer que lo que él no piensa o no siente, no existe, sin más. La omnipotencia narcisista fácilmente nos traiciona con actitudes de negación que, a veces, revisten un carácter auténticamente maníaco.

La culpa que desde el nacimiento nos defiende de las fantasías de aniquilación total, la culpa que nace de un "asesinato" fundante de nuestro devenir sujetos humanos, la culpa que, como un eco de este asesinato primordial, va puntuando las diversas situaciones de nuestra historia, está allí en ese lugar del que nada sabemos. La Prohibición está interiorizada pero negada como interiorización, produciendo inevitablemente un ocultamiento de la verdad . Nuestro Yo se las ve y se las desea para poder rastrear ligeramente lo que ocurre en el Inconsciente; en parte, porque determinados elementos del mismo Yo son también inconscientes .

Quizás la primera tarea que se impone, pues, a ese Yo, sea la del humilde reconocimiento de que no es plenamente dueño y señor de su conducta, de su pensar ni de su sentir; sino más bien, como Freud le describió, un pobre diplomático que tiene que habérselas para contentar y mantener la paz entre grandes, poderosos y contrarios señores . De la suerte que tenga en la ejecución de esa labor dependerá el grado de verdad, autenticidad y libertad que pueda ofrecernos.

Quizás sea también cuestión de reconocer que la experiencia religiosa constituye uno de los ámbitos más propicios para alentar las estrategias más neurotizantes de la culpabilidad y que, desde ahí, creencias y dogmas, ritos y espiritualidades, prácticas morales y actitudes de vida pueden quedar fuertemente condicionadas, hasta el punto de que lleguen a ser difícilmente reconocibles sus formulaciones originales.

Existen razones graves para plantearnos la cuestión de hasta qué punto el mensaje cristiano no se ha visto afectado seriamente por los temas de la culpabilidad; hasta qué punto el mensaje está proclamando sus vicisitudes inconscientes en lugar de proclamar el mensaje de Jesús de Nazaret. Bastantes elementos, efectivamente, hacen pensar que con frecuencia hemos caído solemnemente en las trampas de la culpabilidad, y que esa culpa, adoptando un ropaje cristiano, ha logrado situarnos de rodillas antes sus propios dioses y demonios.






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