La casualidad aleatoria de los sucesos y acontecimientos que rigen el destino de nuestras vidas preocupó a narradores y sabios desde el comienzo de la expresión escrita: la conexión fortuita de efecto y causa, trabada como los grillos de una interminable cadena, explicaría no sólo el origen de nuestra presencia en el mundo sino también el de toda la historia humana. En un episodio del relato de “El rey, los siete visires, la favorita, el hijo del rey y el sabio Sindebad” incluido en una de las primeras versiones de Las mil y una noches, se nos refiere el exterminio recíproco de dos pueblos a causa de una gota de miel. Un comerciante de uno de ellos muestra al de un pueblo vecino un tarro de aquella elaborada por sus abejas, pero se le cae una gota al suelo: “Una avispa se precipita sobre ella. Un gato se arroja sobre la avispa. Un perro se abalanza sobre el gato y lo mata. El dueño del gato mata al perro. El dueño del perro mata al dueño del gato. El pueblo del dueño del gato clama venganza por su sangre vertida al pueblo del dueño del perro. La contienda se generaliza y todo el mundo muere, con excepción de uno que se arrepintió cuando su arrepentimiento ya no servía de nada”. El relato, con gran número de variantes, reaparece en numerosas tradiciones orales y literaturas de
Oriente y de occidente.
La razón se debate entre el determinismo y el azar. Nuestra existencia oscila entre los dos polos, sin decantarse por ninguno. En los tiempos modernos, los filósofos desde Pascal a Kierkegaard, se enfrentaron al dilema sin resolverlo. En dos relatos de El Aleph, Borges expone mejor que nadie la inconmensurabilidad del problema: “No hay hecho, por humilde que sea, que no implique la historia universal y su infinita concatenación de efectos y causas [...], que es tan vasta y tan íntima que acaso no cabría anular un solo hecho, por insignificante que fuera, sin invalidar el presente. Modificar el pasado no es modificar un solo hecho; es anular sus consecuencias que tienden a ser infinitas”
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