Aunque no es Empédocles el “primero” que comienza no sólo a realizar un estudio, sino a plantearse el propio origen de ese amor y de ese odio, ya en los orígenes de la cultura griega aparece un apelativo que podría ser entiendo como “amor” o “amistad”: una fuerza que arrastra a los seres pero que, en las personas, adquiere una presencia y manifestación mucho más fuerte.
Dentro del amor, que reina en la “esfera” y que constituye ese momento de plenitud, de estabilidad y tranquilidad, puede surgir un odio que corrompe, disgrega, destruye. Precisamente por este hecho, Empédocles, en su estudio, estableció una especie de dialéctica (tensión que entrelaza, separa y une el movimiento de la realidad, que necesita del amor, obviamente, o del rechazo para dar vida y progreso), en la que, estos dos principios, se encuentran en lucha.
Con respecto a la visión del mundo que este filósofo nos transmite, el descubrimiento del amor, como fuente de creatividad, es una aportación tanto fundamental como muy importante. Y es que, estos dos “sentimientos”, vendrían a ser unos impulsos que mueven, e incluso eligen, desean y asumen esas mismas personas, y desde el que lo otro empieza a incorporarse en la propia mismidad y a ser fuente tanto de inteligencia como de alegría.
No obstante, en algunos momentos Empédocles parece estar de acuerdo con la denominada mística órfico-pitagórica, donde el alma juega un papel francamente importante, destacando su transmigración, su destino. Sin embargo, se hace muy preciso añadir que en la concepción del alma de nuestro protagonista existen rasgos racionales y empíricos.
Esas mismas almas que transmigran aceptan a su vez una proporción y armonía con los otros seres, existiendo un vínculo que sujeta todo y que hace de la naturaleza una fuerza destacada, sagrada en todos sus aspectos, de la que los seres humanos son parte y cuya armonía es fruto del amor, de ese mismo que mueven, diariamente, a todas las personas, independientemente del momento histórico en el que vivan.
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